Bogotá tiene uno de los páramos más grandes del mundo

El Parque Nacional Sumapaz, en el sur de la ciudad, es un tesoro natural de 154.000 hectáreas.Sobre la carretera que conduce al páramo más grande del mundo, un letrero algo oxidado y de letras amarillas informa: ‘Bienvenidos a la localidad de Sumapaz, Alcaldía de Bogotá’.


La señal advierte lo que muchos no creerían: el paisaje verde y el silencio de la montaña son también parte de esa ciudad de tráfico y caos, y casi 10 millones de habitantes.
Pero así lo es. Bogotá tiene hacia el sur de su territorio un tesoro inadvertido: el Sumapaz, 154.000 hectáreas de ecosistema de páramo que se extienden hasta los departamentos de Meta y Huila.

El Sumapaz ostenta el título de ser el páramo más grande del mundo porque supera en extensión a otras áreas protegidas similares en Colombia y en países de la región andina como Ecuador y Venezuela; y los páramos, por sus características ambientales, solo existen en nuestro continente.

Esta fue la razón por la que fue elegido como el ‘Primer tesoro natural de Bogotá’, a través de una votación ciudadana convocada recientemente por el Instituto Distrital de Turismo.
Para llegar, desde el centro de la ciudad hasta el páramo en pleno, solo se necesita una hora y 45 minutos de recorrido en carro. De camino, por la salida hacia el sur de Bogotá (la conocida vía al Llano), otra ciudad se descubre para darle paso a la urbe rural en Usme, donde las mujeres que venden verduras y morcillas, la chicha en botellas y los perros que deambulan por la carretera pintan el paisaje campesino.

Un paso obligado, antes de llegar al páramo, es prepararse para la caminata con un desayuno típico de caldo de costilla en el parque de Usme. Desde allí también se observa el cañón del río Tunjuelo, con su color entre verde y amarillo.

El recorrido continúa por la vía que conduce a San Juan de Arama, a unos 31 kilómetros; tarda 20 minutos. El paisaje sigue transformándose. Quedan atrás los cultivos de papa y los embalses del Acueducto de Bogotá –que proveen de agua a gran parte de la ciudad– y los frailejones dan la bienvenida.

La Laguna de Chisacá, con su agua helada y oscura por el reflejo del fondo de la tierra, queda justo al borde de la carretera, entre dos montañas. Varios atletas, que corren por el sendero, se acercan a tomar agua y quedan perplejos ante el paisaje.

La Chisacá es el inicio del Parque Natural Nacional Sumapaz, declarado así desde 1977. Dos rutas se pueden tomar para conocerlo: una es por el costado derecho de la laguna hacia Cajones y Cajitas, formaciones de agua en el pico de ese lado; y otra es una travesía entre el musgo húmedo hacia las lagunas Negra y Larga.
El sol empieza a brillar sobre el espejo de agua, que ondea cortas olas hacia el occidente. El paisaje parece una fotografía: es estático. Los chusques, los frailejones y las puyas –esta última el principal alimento de los osos de anteojos– se ubican a orillas de las aguas. Sí. Aquí habita esta especie, en lo más profundo del páramo, pero desde los senderos no se alcanzan a ver.
El reto del camino, que dura entre dos y cuatro horas, es alcanzar los 3.600 metros de altura del pico. Caminar por el Sumapaz es posarse sobre una fábrica de agua natural. La neblina que viene de los cerros más altos como Bocas de Ceniza, que se ve al fondo del parque, desciende lentamente y humedece todo a su paso.
Las goticas de agua se impregnan en las hojas y se internan hasta las raíces de los tallos. Se escucha en el interior de la montaña el paso del agua glaciar, que luego será laguna, después quebrada y que finalmente llegará a los embalses del Acueducto de Bogotá. El viento frío golpea en el rostro. La temperatura va desde los dos grados centígrados y puede llegar a los 30; es decir, puede ser muy frío o muy caliente.

Un reino de frailejones

Esta es tierra de frailejones: hay unos enanos, desde 20 centímetros hasta siete metros; su color es verde plata y sus hojas apuntan al cielo; se suceden unos a otros sobre el musgo verde. El frailejón es hueco, ligero, tiene una raíz pequeña. Puede mecerse con el viento que llega de la montaña. La hojas son gruesas y vellosas.

Este es un ecosistema frágil que requiere ser conservado, porque las quemas y la agricultura fácilmente lo afectan. También la gente: por eso hay que ir en grupos de no más de ocho personas.

“Lo que se pierda en Sumapaz se pierde para siempre de la faz de la Tierra. Estos frailejones solo se encuentran en ese territorio”, advierte Diego Murillo, ecólogo y coordinador de Clorofila Urbana, corporación dedicada a la educación ambiental.
Hace un par de décadas, cuando en la zona operaba la guerrilla y había confrontaciones con los militares, muchos frailejones fueron destruidos para construir campamentos. Además, los abrían para extraerles los taninos (líquido de la planta) y se los untaban en la piel para protegerse del frío.

El estigma de ser una región violenta también ha alejado al páramo de la ciudad. En el imaginario aún se cree que allí operan grupos armados ilegales. Sin embargo, los senderos del Parque Nacional, donde se pueden realizar las actividades de ecoturismo, son espacios seguros. Un batallón de alta montaña custodia el lugar.

La riqueza del Sumapaz no solo está en lo natural. También se aprende sobre las creencias de los muiscas, que en su cosmogonía tomaban por dioses a los lagos y lagunas.
Antes de descender se avista, a lo lejos, un cuerpo de agua oscuro como una roca: es la laguna Negra. Para llegar hasta allí se camina despacio entre los frailejones, con la precaución de no pisarlos. Queda en el fondo del pie de una montaña al que no se puede llegar. Pero contemplarla, desde la cima, es una experiencia inspiradora.

El páramo trae tranquilidad, aun cuando algo de llovizna humedezca la cara y la ropa; permite detenerse y contemplar el paisaje con calma. Esa es la sensación que el visitante se lleva a su regreso. Eso y la sorpresa de saber que este tesoro natural hace parte de la caótica Bogotá.

Fuente: Laura Bentacout, eltiempo.com

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