¿Cómo será un vándalo en su propia casa?

He tratado de hacer el ejercicio de imaginarme cómo vive un vándalo. Me toca hacer el esfuerzo, por cuanto no conozco a ninguno. Nadie de mi entorno sale a las calles a destruir el parque, a destrozar los vidrios, a dañar las sillas de los buses, a rayar las paredes, a intentar quemar un policía. Nadie de bien que yo conozca ha hecho eso y estoy seguro de que no lo hará jamás.


Por eso, trato de imaginar a ese pobre ser humano. A ese pequeño hombre incomprendido que atribuye su fracaso a que los demás no han logrado entenderlo. El mismo que es capaz de usar capuchas para justificar la violencia, el mismo que es capaz de decir que la violencia es otra forma de protesta; que por las buenas no se puede. Que respetando la ley, tampoco. Que ya nada es posible sin la fuerza.

¿Qué lo habrá llevado a pensar así?

Duele imaginar cómo fue su infancia. Al fin y al cabo, uno es lo que fue de niño, lo que le enseñaron y le dijeron que debía o no hacer. Lo bueno y lo malo que hoy somos o hacemos lo hemos derivado de lo que ayer aprendimos; y vivimos atrapados en esa dolorosa realidad, hasta que algo o alguien –la cultura, la civilización, la educación, el amor—nos tiende una mano y nos ayuda a encontrar el camino.

¿Acaso en ese hogar faltó el amor y primó el ataque, el golpe, la distrofia o el incordio? ¿Acaso dominó la indiferencia? No lo sé. A lo mejor ese niño que se convirtió en vándalo no vio buenos ejemplos ni nadie le pudo enseñar el valor del respeto y la libertad. Acaso, también, y eso es muy posible y también probable, alguien se lo enseñó y trató de orientarlo pero de nada sirvió. Ese destino estaba torcido.

Trato de imaginar qué hará un sábado en la tarde. Me apasiona saber qué hace la gente un sábado a las cuatro, una de las horas más bellas del descanso. Es una hora de planes, de ilusiones, de relax frente al televisor, de charla con la familia o con amigos, de estar sentado en el prado contemplando una montaña mientras el río discurre con la tranquilidad de su cauce: ¿Cursilería idílica? Pero intuyo que pocos dedican la magia de un sábado en la tarde a planear un crimen.

El que sale a destruirlo todo, a lanzarle piedras a un bus o una bomba a un policía, ya ha acumulado mucho odio en su corazón y es probable que no haya tenido ni acaso tenga ya un solo sábado placentero en su vida. A lo mejor la exclusión y el hecho de que nadie se haya fijado jamás en él, que haya sido ignorado por afectos diáfanos, lo haya vuelto un acumulador de venganzas fortuitas y al mejor postor.

Quizás pasen años para que ese destructor recupere la esperanza. Por eso, de lo que he visto en estos días, pero también de lo que he visto en tantos años, lo más patético y deplorable es apreciar, a través de la ventana, el quehacer casi asimétrico pero decidido de un vándalo entrado en años, de un vándalo que peina canas: un vándalo viejo. No hay peor pobre diablo que él: ¿A esas alturas de la vida y todavía en esas? ¿La vida no le permitió sacar ninguna conclusión que no fuera errada?

No puedo imaginar, tampoco, si ese individuo tiene familia, si su madre lo habrá querido y deseado, si posee entre sus haberes una mascota a la cual cuidar de una mejor manera que lo que cuidaría a otro ser humano. ¿Cómo será con ella? ¿Tratará de educarla a golpes porque es a golpes como se realiza la forja? Cómo será con sus hermanas, cómo será con sus vecinos: ¡cómo será con las mujeres! No lo sé. Lo ignoro.

Es muy posible que hasta acá solo haya construido un perfil basado en el lugar común. Pero me aterra que yo pueda acertar en algo. Quizás en la vida real el vándalo no sea así. Quizás se levante temprano a comprar el pan, hará los deberes, irá al trabajo o a la universidad y en sus ratos libres, solo en ellos, se dedique a destruir lo que esté a su paso para justificar una causa.

El vándalo, el violento, ese filósofo de brocha gorda que se quedó pensando en blanco y negro, es y será siempre un enigma y una incógnita que nadie ha podido resolver porque ha logrado que le teman. Consiguió crear su propia muralla infranqueable, porque aquí, en el mundo de hoy, en Bogotá, en Atenas o en Buenos Aires, se defiende al vándalo tan pronto se ataca al policía.

En cierta medida, su larga existencia impune en los tiempos y en las naciones ya le haya dado la victoria. Sabe que es un intocable. Sabe que lo critican pero no lo atrapan; sabe que lo atrapan pero lo liberan. Nadie quiere quedarse con el rótulo de encerrar un vándalo que es un subproducto de una sociedad enferma. En eso, insisto, ya es un ganador, quería destruirlo todo y lo logró, quería generar el caos y la zozobra y lo alcanzó.

¿Qué hará cuando llega a casa después de haber revuelto y agitado a todo su entorno? La idea de un bárbaro bueno, de un violento tierno, es una caricatura vergonzosa y miserabilista que me aterra y a la vez acongoja. No quiero caer en lo que él más le gusta: la fascinación alrededor de su fracaso.

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