EL ERRUJ

¿Es posible soñar con algo que no existe? Así, sobresaltado por esa pregunta, me levanté de la cama y corrí a buscar el diccionario, con la devoción y curiosidad de quien cree haber descubierto un pequeño secreto. Sin embargo, con el paso de los segundos caí en la cuenta de que el mensaje que me había sido enviado a través de los sueños no era una profecía ni mucho menos un augurio: había soñado con una palabra, sí, pero la palabra no existía y, lo peor, mi ilusión se desvanecía.


En el sueño que soñé esa noche de invierno, arrullado por la lluvia sobre el tejado y las flores, vi que un hombre gordo y barbudo se apeaba de un tranvía.

En la memoria nebulosa de los sueños, donde todo es y no es a la vez, podría decir que la escena ocurría en la carrera séptima con avenida Jiménez. Allí, en la curva empedrada sobre la que están empotradas las rutas severas del tranvía, estaba aquel hombre, recargado contra la baranda del vagón, sonriente, confiado, dueño de sí.

Mientras otros chicos corrían aquí y allá, en pantalones cortos y cubiertos con gorras de marinero, yo permanecía impávido en una esquina, contemplando el ritual que acompañaba la llegada del gordinflón y de su corte. En efecto, del tranvía también saltaron varios enanos vestidos de rojo, como su jefe, un gnomo hermoso e imponente, algunos perros falderos, necios como la hoja en el remolino, y una niña que juiciosamente descargaba un baúl a través del deslizadero. El baúl, sin embargo, no parecía tan pesado como tenía que ser, a juzgar por la manera como aquellas manos infantiles lo movían de lado a lado.

Los enanos empezaron a bajar del tranvía cajas y cajitas de todos los tamaños, envueltos en papel regalo, y adornadas con un coqueto moño de navidad. En ese momento, cuando el gnomo, que además llevaba una guacamaya en el hombro, acomodó en el piso la caja más grande, todos los niños corrieron a su lado y empezaron a jalar su mínimo vestido de terciopelo. El barbudo gordinflón, que además llevaba un sombrero de pirata, se reía al ver a su siervo a punto de ser arrojado al suelo por la fuerza de las ansias curiosas de la niñez desbordada.

Justo cuano el caos estaba en marcha y la esquina se convertía ya en una fiesta, en la que no demoraban en aparecer música y comparsas, sonó un leve ruido, una mezcla de campanita con claxon de viejo auto de carreras, un rumor quizás, nunca antes oído por mí y sin algo evidente o tácito con lo que se pudiera comparar. La niña, de pelo negro ensortijado y ojos inmensos, tomó en sus manos una cajita y comenzó a caminar hacia mí. Lo hizo diligentemente, segura, amable, tierna y cariñosa.

–Me llamo Beba, y esto es para ti.

–Gracias, Beba, le respondí, sonrojado, muerto de timidez.

En la tapa de la cajita, una palabra aparecía en alto relieve. Pasé mis dedos, acaricié sus letras. Es más: no sé por qué pasé mis labios por aquella palabra, sin dejar de contemplar ni admirar la belleza de aquel regalo. Y cuando desperté, no podía olvidarla, como jamás olvidaría los ojos, la belleza de aquella niña: Erruj.

Cuando la luz del día apareció tenuemente a través de mi ventana, ya había tomado la decisión de buscar al profesor Camacho, el viejo filólogo de la Nacional, el gran maestro de las palabras. Lo llamé y le pedí una cita urgente, a lo cual accedió, pero en horas de la tarde. Vivía en el sur, lo que me llevó a abordar la ruta más rápida de TransMilenio, que en unos cuarenta minutos me puso a pocas cuadras de su hogar.

–Cuénteme, joven, en qué le puedo servir.

Soplé un poco el té que generosamente me ofrecía y con las gafas todavía empañadas le expliqué lo ocurrido.

–Profe, soñé con una palabra. Y quiero saber si existe.

–Subamos a la biblioteca. Quizás allá la encontremos.

En unos cuantos segundos ya nos encontrábamos en la buhardilla en la que guardaba su preciada colección de diccionarios. Los tenía acomodados por tamaños y años de edición. En otro estante, ordenadamente, estaban los libros de filología, de construcción y régimen, los textos ideológicos de la lengua castellana.

“Erruj”, “erruj”, “erruj”, vaya, vaya. No la veo por ningún lado. Parece árabe, ¿verdad? No sé qué pueda ser. No tengo ni idea. Hagamos algo que detesto, ¿le parece? Algo que usted, joven, no podrá comentar jamás, ¿de acuerdo? De acuerdo, profe, respondí asustado y comprometido. ¿Qué es lo que no puedo contar jamás, cuál es ese secreto? El profe Camacho se me acercó de una manera casi amenazante, con los ojos enfurecidos, hechos una sola llama de impotencia y desolación: jamás lo había visto así. Acercó tanto sus ojos a los míos, que creí que jugábamos al cíclope. Y sentenció:

–Busquemos en el maldito Google.

–De acuerdo, profe.

Desafortunadamente, el maldito Google no arrojó nada para la palabra Erruj. Nada, ni en “volver a intentarlo”, ni en “voy a tener suerte”. Nada, la palabra parecía no existir.

De un momento a otro, el profe Camacho, tras un par de horas de infructuosa búsqueda, levantó su teléfono y marcó un número que sabía de memoria.

–Aló, ¿Frank? Oye, va para allá un joven que necesita hablar contigo. Sí, lo conozco. Fue mi alumno, es algo inquieto y, lo mejor para ti, tiene una noticia que te gustará: soñó con una palabra.

Sin haberlo planeado, esa misma tarde me encontré en el último sótano de la Academia de la Lengua, en la gloria o el Elíseo, según se mirara, y sentado frente a quien el profe Camacho me describiera como si fuera un enigma: el último arúspice de nuestra historia, que no leerá tus tripas sino tus ojos.

Francisco, mejor, Frank, como me dijo con cierto aire de sofisticación, tenía la profesión más insólita del mundo: cazador de palabras soñadas. Y para el efecto, vestido en traje caqui, como de safari, llevaba un lápiz inmenso terciado en bandolera, con el que seguramente borraba o retenía las palabras que iba encontrando por ahí en su batalla solitaria.

–Cuéntame, jovencito, pero cuéntame todo: no te guardes ningún detalle.

Nuevamente, como si estuviera ante mi psicoanalista, le conté lo que horas antes soñé. Le describí a los enanos, al viejo barbudo y gordinflón, de quien no podía decir exactamente si era un bucanero o Papá Noel, a Beba, la dueña de los ojos y la boca, mejor dicho, de la cara más bella del mundo, hasta le hablé de la guacamaya que posaba en el hombro del gnomo más hermoso del Universo.

Y le escribí, con tinta china y en papel mantequilla, aquella palabra enigmática.

Frank me miraba sin mirarme. Sus ojos fijos en los míos parecían traspasarme, como si a través de ellos viajara por la historia de los tiempos. Era flaco y magro, pero se le veía fuerte y consistente, como todos los cazadores. Llevaba un bigotito algo ridículo, que me hizo recordar a Dalí.

Luego se levantó, surcó todo el largo pasillo hasta la caja fuerte de la Academia, y allí permaneció casi otra hora.

Al cabo de ese tiempo, regresó. Lo hizo con solemnidad, sonriente, satisfecho, como lo haría un general al volver victorioso de la guerra de su vida. Con algo de ceremonia, se sentó. Traía entre sus manos un pequeño libro, al parecer un incunable, una pieza que relucía como única, original, sin mácula, nunca antes tocada, quizás.

Bueno, joven, vamos a ver, dijo, suavemente, dueño del mundo, de la verdad, de la Creación.

Muy al estilo de Adenauer, acomodó su lentilla y comenzó a repasar su mirada por aquellas páginas polvorientas. Cuando se detuvo en lo que tanto buscaba, me miró, con inquietud, con curiosidad. Con sabiduría.

–De modo que tú crees que la palabra no existe, ¿verdad?

–Eso parece, profesor Frank.

–Pues lamento lastimar tus creencias –dijo. Sí existe y quiero que escuches atentamente su significado.

Sin querer, pegué un salto y exclamé: ¡Sí existe! ¡Sí existe!

–Ten la bondad de sentarte. Es muy serio lo que significa. Mantén la compostura seria de un ex no-creyente, ¿podrás?

–Por supuesto, profesor, ¡lo que usted diga!

Vanidoso, pagado de sí mismo como todos los sabios, Frank me leyó a manera de sentencia el significado de la palabra contenida en su Diccionario de los Sueños.

Erruj: dícese de la campanita que se hace sonar por un hombre que ha sido elegido para que sus sueños se hagan realidad.

Petrificado, no podía creer lo que Frank me leía. Quedé en shock, confundido, obnubilado. Incrédulo, una y otra vez leía aquella definición como si fuera la palabra de Dios.

Frank, que permaneció en silencio largo rato tras su nuevo triunfo sobre las palabras soñadas, parecía acompañarme en la gloria de un gran descubrimiento.

–¿Alcanzaste a ver en tu sueño cómo era la cajita que Beba te regaló?

–Sí, claro. Era roja, pequeña y liviana. Sobre la tapa aparecía la palabra en altorrelieve. Me acuerdo perfectamente.

–Pues bien: si existe la palabra, existe el objeto que describe. Ve, corre a buscar la cajita. Haz hasta lo imposible por hacer sonar el Erruj, la campanita que hará todos tus sueños realidad.

(Cuento publicado originalmente en el diario El Tiempo)

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