La venta de un teatro y la desaparición del circuito porno de Bogotá

El aviso clasificado que apareció en un periódico nacional hace unos días era claro y contundente: se vende un teatro “ideal para iglesia, discoteca, bodega, casino, sala de fiestas, auditorio universitario o centro comercial”.


Ubicado “en todo el corazón de Chapinero”, en la carrera 13 con calle 61, el famoso teatro, del que no aparece su nombre en el aviso, puede ser –haciendo uso de mi imaginación y memoria—¿el famoso Aladino?, especializado en los años ochenta y parte de los noventa en la proyección de películas porno, aunque otros me dicen que el Aladino desapareció hace años…

La venta de un teatro por supuesto que remueve la nostalgia y llama un poco a la tristeza. A finales de los ochenta, cuando llegué a Bogotá, era casi obligatorio un ejercicio divertido que se podía hacer desde la ventana del bus.

Uno subía por la calle 72, pasaba la Caracas, y de una se encontraba con el teatro Scala–si la memoria no me falla—, que proyectaba películas del momento. Allí vi, por ejemplo, “Bye, bye, baby”,un desastre de película protagonizada por Brigitte Nielsen, una danesa de efímera figuración pero que era famosa por esos días por ser la novia de Rambo.

Luego, el bus avanzaba por la 72, tomaba la carrera 11, después la carrera 13 y ahí podía ver los gigantescos avisos que anunciaban las películas que se proyectaban en el pasaje Libertador.

Allí recuerdo el aviso gigante de vinilo que anunciaba la película “Días de radio”, de Woody Allen, quizás una de las más bellas que hubiera visto para aquella época, y también el de “El imperio del sol”. Los enormes dibujos de las caras de los protagonistas eran bastante malos, por cierto.

Más allá, el bus se detenía frente al Aladino y uno veía los avisos más discretos de lo último en porno, con fotos de mujeres rubias de tetas grandes que invitaban a noches de placer y de dolor, o al revés. Y, a mano izquierda, sobre la 13 con 58 había otro teatro, pero ese nombre sí se me escapa.

En la 46 con 13, también a mano izquierda, había otro teatro, el Trevi, que en su ocaso se dedicó a ciclos de cine erótico, en donde recuerdo haber visto una vaina malísima llamada “Los pecados de la monja de Monza”, por allá en 1987, que ni era porno ni era película, sino un bodrio.

Y ese circuito terminaba en la carrera 13 con calle 41 esquina, donde funcionaba el Radio City, y en el que pude ver, absolutamente maravillado, la película “The Wall”, de Pink Floyd, en un ciclo especial que rendía homenaje a la banda británica.

Aquella era una época en donde estaban de moda las lonas gigantescas que anunciaban las películas del momento. Como Bogotá no tenía ni tiene nada que se le parezca a Times Square, aquel circuito por la carrera 13 era lo que más se le parecía, porque al lado de los grandes avisos estaban los vendedores ambulantes, como los de la 57, que vendían acuarios y pescaditos, en una especie de bazar, apretujado, peligroso y atractivo.

La carrera 13 era peligrosísima, como lo era la Caracas, porque los atracadores estaban escondidos, asaltaban y se fugaban por las calles adyacentes. Había de todo, como lo hay hoy, pero la cantidad de teatros hacía que el recorrido a pie fuera llamativo e inquietante a la vez, hasta que uno terminaba metido en la San Marcos, tomando café con pan de coco.

De modo que este aviso que apareció la semana pasada en el periódico sepulta del todo aquella época. Sobre todo por los menesteres para los que se ofrece el teatro: para iglesia, bueno, no hay nada que se parezca más a una iglesia que un teatro, por la emoción y la puesta en escena. Para discoteca: bueno, también, una iglesia, una discoteca y teatro se han vuelto muy parecidos por “la experiencia artística” que se suele vivir en esos recintos.

Como bodega o como casino, no sé. Creo que es una degradación y como centro comercial una sepultura. La venta de un teatro, o la muerte de un teatro, que es lo mismo, es la muerte de un pedazo de nuestra historia. El entierro de nuestra adolescencia, el adiós de un tiempo feliz: yo estuve ahí.

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