Primero muerta que morronga

Cuando la Morronga criolla se ve descubierta, utiliza cualquier tipo de estrategia para volver a quedar como una santa. Acude a la compasión, a su estrambótica ingenuidad y finalmente, termina culpando, de todas sus fallas estructurales, a las personas que la rodean. Cuando ya se ve acorralada, saca de su manga una última carta: enrostrar el puterío de mujeres que, como yo, se han apropiado de su deseo y han encontrado cierta autonomía y placer desinteresado en el disfrute erótico.


Morronga: en el diccionario de la Real Academia Española, es la palabra con la que se denomina a la hembra felina; es decir, a la gata, simultáneamente hace alusión a la mascota inofensiva; en Colombia, según tuBabel.com hace referencia a la mujer mojigata, que supuestamente no mata una mosca y mentiras… hace mucho más. Simula timidez y hace sus conquistas amorosas sin que nadie lo note.

Hasta aquí no tengo ningún problema con este solapado espécimen criollo, el conflicto empieza a aparecer cuando esta mujer asume una postura de autoridad moral sobre el grupo y desde su cima “sacro-santa” imparte lecciones de virtud y buena conducta cuando nadie se lo pide. Esta clase de persona da explicaciones del tipo: “En cambio, yo sí no”, “mi esposo -novio, mozo, guardado (lo que sea)- no me lo permite”, “es que él me cuida muchísimo y no me deja”, “Él me cela demasiado”, etc. Al mismo tiempo que hace énfasis en las restricciones que le puso su familia en el proceso de crianza; es su forma disfrazada de enfatizar en su origen puritano: “Mi mamá me cuidaba mucho”, “nunca me dejaban salir a fiestas”, “yo era muy inocente” y muchos otras frases de cajón con las que se culpa -consciente o inconscientemente- a los otros por sus posibles desvíos a la “virtud”.

A parte de la pereza que produce escuchar tanta bobada en la boca de una persona, la cuestión va más allá, pues el efecto de dichas prácticas discursivas se manifiesta tanto en la superficie como en lo profundo de nuestra construcción ética de sociabilidad. En algunos casos, sin darse cuenta, estos sujetos legitiman -con su empobrecido discurso- conductas patriarcales que han mantenido a un gran sector de la población en condiciones inequitativas; dichas conductas corresponden a estructuras jerárquicas articuladas en organizaciones del tipo inferior a superior. Así las cosas, la población Morronga finge una aceptación irreflexiva frente a las directrices que impone la familia, el imaginario social y la pareja; lo que es peor, ostenta con orgullo la obediencia a las instrucciones y funciones que le imparten los sujetos y las instituciones a los cuales considera autoridad. De esta forma, las mujeres Morrongas vuelven a ocupar aquel “nostálgico” lugar de Menor de Edad en su desarrollo mental, pues, aparentan cierta carencia de autonomía frente a la toma de decisiones y escenifican una escasez de desempeño en sus funciones racionales, motivo por el cual, no se hallan sin la tutela de un hombre que las direccione y les diga cómo vivir, qué hacer y cómo pensar.

Lo incómodo de la morronguería –ya sea por parte de hombres o mujeres- es que no se conforma con ser una opción personal de vida –ridícula o no-; por el contrario, tratan de impregnar al resto de personas con los efectos de sus discursos y de sus simuladas prácticas; de esta manera, el morronguerío vive en función de la vida íntima y sexual de las otras mujeres, el sexo les obsesiona; eventualmente preguntan: ¿cómo lo hace?, ¿con quién lo hace?, ¿cuántas veces lo hace? y ¿con cuántos tipos lo has hecho? Etc.

Les encanta imaginar y recrear la intimidad de las otras personas y este es su tema favorito. Fácilmente se reconocen en una charla porque no mencionan los genitales por sus nombres, todas sus palabras son maquilladas, bien puestecita; sus chistes son de doble sentido, cuentan su historia de vida pero… editada y piden permiso a Dios hasta para bajar la perilla del baño. Así las cosas, necesitan otrificar a las mujeres que no cumplen con la norma; es su forma de violentar, manosear y juzgar la privacidad de aquellos que no se han dejado domesticar del todo; simultáneamente, se atribuyen el rol como garantes de las “buenas costumbres” para descalificar o aplaudir (según sus intereses) las decisiones que asumen otros seres humanos. Pero aquí me concentraré, específicamente, en la Morronga (para el hombre morrongo dedicaré otra nota).

Cuando la Morronga criolla se ve descubierta, utiliza cualquier tipo de estrategia para volver a quedar como una santa. Acude a la compasión, a su estrambótica ingenuidad y finalmente, termina culpando, de todas sus fallas estructurales, a las personas que la rodean. Cuando ya se ve acorralada, saca de su manga una última carta: enrostrar el puterio de mujeres que, como yo, se han apropiado de su deseo y han encontrado cierta autonomía y placer desinteresado en el disfrute erótico.

En este orden de ideas, se me ocurrió someter al sujeto del aforismo de Hobbes a un cambio de identidad, así las cosas, me dije: “la morronga es enemiga de la mujer”; algunos podrán decir que es una extrapolación injustificada o un travestismo eufemístico, sin considerarse la complejidad de las relaciones entre sexo y poder político. En efecto, estoy hablando de micropolíticas; estas mujeres no solo son solapadas pasivas, son actores políticos retardatarios, promueven el machismo, la inequidad de género y la doble moral. Detrás de su mojigatería y su necesidad de aprobación son capaces de mandar al infierno a un premio nobel y de alabar a esa gente que se instaló en el discurso del odio, en una de esas repúblicas bananeras. Por eso, primero muerta que Morronga.

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